miércoles, 15 de octubre de 2014

Las Hormigas

El gato destripaba con mecánica precisión el cadáver de una paloma, que había sido lo suficientemente imbécil como para detenerse más tiempo del debido en el mini-patio. Eugenia contemplaba la escena en silencio; mitad culposa, mitad deleitada con el horror. Pensó que podía establecerse una pésima analogía entre ella y su mascota, unidos ambos por un único punto en común: la (aparente) ausencia de dolor ante una muerte.
Claro está, que el gato parecía tener un mayor espectro de insensibilidad, ya que parecía odiar a todo ser vivo. Ella, en cambio, no era realmente despiadada frente al dolor ajeno. Pero lo importante, desde su óptica, era que no conseguía sentirse realmente mal por la muerte de Gastón. Por supuesto que le dolía, que le jodía su ausencia; pero de la misma manera como hacen daño las muertes de esos seres más o menos queridos, como aquella tía medio lejana, o el kiosquero gordito de al lado. Pero, el problema era que Gastón había sido su esposo.
(Ella no lo sabía, pero exactamente un año después, mientras estuviera lavando la ropa, iba a sentir un dolor algo más algo más intenso, pero sólo durante unas dos horas. Tampoco tenía forma de intuir que un cáncer de colon iba a arrasar con ella a eso de los noventaypico de años. Pero, ¿de que importa contar lo que sucedió después, si lo que se quiere saber es su culpa en aquel momento?)
En el funeral (velorio no hubo, lo cual resultó un alivio) se había sentido bastante fuera de lugar. No como una completa extraña; eso era imposible, dada la considerable cantidad de tiempo que habían estado juntos. No, más bien se sentía como el personaje de Julia Roberts en “La Boda de mi mejor amigo”, o como aquel que vuelve del extranjero, y encuentra todo diferente e igual a la vez. Los intentos por consolarla la ponían sumamente nerviosa, ya que no tenía mucha noción de que es lo que se esperaba que hiciera. Ante la duda, optó por buscar dentro de sí la lágrima más copiosa que pudo. Mucho no le costó, ya que si bien no sentía plenamente el dolor debido, sí que la culpa por no hacerlo, la hacía considerarse como la mujer más espantosamente desamorada.
Un robot, una muñeca fría que no podía llorar la muerte de su marido como no fuera la muerte de cualquier tipo. Un ser despreciable, eso es lo que debía ser; eso es lo que ella creía de si misma. Quizás, entonces, convenga explicar el proceso que había llevado a tal situación, para poder comprender que Eugenia (en su infinitamente creativa vanidad, tan típica del homo sapiens) no era un monstruo.
Un punto decisivo, seguramente, fue el momento en que se conocieron. No importa el cómo, ni el donde, ni el porqué. Lo que realmente interesa, es que en poco tiempo estaban enamorados. Su relación, al menos en esos tiernos comienzos, fue de tan valiente y llena de lugares comunes, terriblemente cursi. Sin embargo, y como todo el mundo, se juzgaban a sí mismos como la única pareja que valía la pena nombrar.
Sus problemas frente al mundo, parecían salidos de la mente de algún guionista de esas novelas “mexicanas” (entendidas como género propio, independiente de la nacionalidad). El, padres liberales y católicos (pero-no-voy-a-la-iglesia), buena onda ambos, hasta que el muchacho decide ponerse de novio con una morochita de Barrio Paraná XIV. Ella, mamá y papá evangélicos, que odiaban la idea de tener nietos que no fueran obsecuentes al pastor. Padres posesivos, y formidablemente ignorantes como todos. Y ya es harto sabido, el ser humano frente a lo desconocido es capaz de exponer sus mejores porquerías a la luz.
Su amor, entonces, se convirtió en lucha. Silenciosa y metódicamente fueron sufriendo el proceso de quitar prejuicios propios y ajenos. Finalmente, luego de muchas marchatrásymarchaadelante consiguieron ser aceptados, pero ya era tarde. Habían peleado tanto, que de tanto amor, sólo les quedó el espíritu combativo. Quizás ése es justamente el gran defecto de las novelas mexicanas: nadie dice lo que pasa después del final; nadie dice que luego de superar a la ex novia con el falso embarazo, y al ex novio psicópata y feo, la cieguita curada empieza a hartarse el príncipe estanciero y empalagoso.
Para el momento de su casamiento (es decir, cuando ya empezaban a percibir que no tenían nada más porqué pelear) vivían detrás de una gran máscara. El trato comenzaba a ser insultantemente cordial.
El gato se había aburrido, y había dejado el cadáver tirado, mientras un grupo de hormigas avanzaba decididamente hacia él. Eugenia pensó que debería recogerlo, pero prefirió seguir en esa extraña contemplación de té con leche a las 6 de la tarde.
Simplemente se fueron distanciando, pese a convivir bajo el mismo techo. Ninguno de los dos se hubiera animado a engañar al otro, ni habrían sido capaces de maltratarse. Preferían evitarse en la intrascendencia, porque ya no veían el sentido de “conflictuarse” mutuamente. Muy curiosamente, sus salidas fueron diametralmente opuestas. Eugenia prefirió recluirse en la casa, con una suerte de asceta con mística de Internet; él, buscó esconderse en el mundo, más amplio y lleno de sutilezas. Gastón se convirtió en “Gastón”; ya no era ni “mi amor”, ni siquiera “Gasti”. Gastón, como el apenas conocido que era.
Los silencios se fueron haciendo parte cotidiana de sus escasos momentos de contacto. Ya no veían la necesidad de mentirle al otro, de buscar la felicidad en el otro. Y es que el motivo quizás hubiera sido un tanto ridículo. Los silencios, el silencio, el vacío.
El incidente nunca quedó realmente claro. Hay quienes dicen que el colectivo venía demasiado rápido. Y el chofer declaró que Gastón cruzó sin mirar, que en esa calle no es posible frenar de golpe. Eugenia pensaba que podían ser ambas cosas a la vez, pero que no importaba demasiado, de cualquier manera, en tanto su esposo estaba muerto, su cráneo destrozado.
¿Porqué iba a sentirse especialmente apesadumbrada, entonces, por tan absurda muerte de un casi-extraño? Sólo podía elaborar el duelo mínimo que nos impone la naturaleza frente a un hecho horrendo. El que le tocaba por la muerte de su pareja, ya llevaba mucho tiempo de realizado.
Las hormigas (que todo devoran, que todo arrasan en su constante pequeñez) comenzaban a devorar los despojos del ave. Una tras otra, en una aparentemente infinita fila india, iban llevándose su partecita de paloma, su pedacito de cuerpo muerto. Cuando quiso ir a limpiar, tan sólo quedaba un esqueleto, un armatoste irreconocible, en un patio vacío.